¡Escucha el mar!

Un sol grande y naranja comenzaba a hundirse en el horizonte, pintando el mar con atrevidas pinceladas de oro y ocre.

En la solitaria playa tan sólo el adulto contemplaba el espectáculo, hundido en pensamientos melancólicos.

Los dos menores, de edades distintas, correteaban felices. El adulto los contempló con algo de envidia: a esa edad, ¡qué fácil es deleitarse con cada experiencia que ofrece este mundo! Todo detalle es novedoso, toda sensación está llena de sorpresas.

El mayorcito detuvo sus carreras y preguntó tímidamente:

— ¿Era necesario matarlos a todos? Podría haber conservado uno, como mascota.

— Sabes bien que las criaturas salvajes transmiten enfermedades peligrosas. No podríamos pasear tranquilamente por esta playa si no hubiésemos esterilizado cuidadosamente todo el lugar.

En ese momento se escucharon los gritos del más pequeño. Se habían olvidado completamente de él!

Recorrió los alrededores con la mirada, y se tranquilizó cuando vió al menor dirigiéndose rápidamente hacia ellos, lanzando gritos de felicidad y sosteniendo en lo alto algo que había encontrado en la arena.

— ¡Miren lo que he descubierto! Si te lo acercas y escuchas con atención, puedes oír el mar en su interior!

Una oleada de rabia inundó al adulto, haciéndolo enrojecer. Con un rápido latigazo de su tentáculo, golpeó los tentáculos del menor.

— !Cuántas veces tengo que decirte que no recojas porquerías del suelo!

Lo reprimió el adulto, con todos sus espiráculos temblando. El menor adoptó un tono púrpura y redujo visiblemente su volumen, presa de la vergüenza.

Dejó caer el objeto en la arena, que rodó hasta chocar con los otros cráneos humanos que parecían cubrir la playa hasta donde alcanzaba la vista.


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