Beso con lengua

 



¡Todo era tan civilizado! Cada lengua en su nicho, conversando amablemente sobre el clima, la ropa y algunas otras nimiedades.

Difícil decir quién atacó primero. Quizá fue un simultáneo salto felino desde cada una de las bocas, un choque en pleno aire, dos guerreros de Sumo, lampiños y sudorosos, sin siquiera un fundoshi que los cubra, entrelazados en un abrazo marcial.

Los labios se juntan, sellando en una caverna húmeda a los dos duelistas. 

Luego vienen las fintas, los bloqueos y las llaves: son dos moluscos marinos jugando a preñarse en medio de una marea de saliva desbordada. En este mundo sin ojos, sin oídos, sólo el tacto reina: tocar y ser tocado es la única manera de asegurarle al universo que existimos.

Las bocas se separan y uno de los guerreros huye apresurado, deslizándose por la comisura de la boca y dibujando un rastro de baba sobre la mejilla. El otro se asoma sobre labios entreabiertos, otea en todas direcciones, saborea, no sé si victorioso o melancólico, la huella de humedad de su adversario.

El vencido se oculta detrás del lóbulo de una oreja, contra la cuál descarga su frustración. La moja, la retuerce y la aprieta. Luego descansa, como recogiendo fuerzas, y parte con rumbo desconocido. 

El vencedor ya no se siente victorioso. La batalla era el fin, jamás el medio. La victoria es sinónimo de soledad. Anhela el contacto con el otro.

Y entonces lejos, desde el sur, una poderosísima descarga eléctrica le anuncia la presencia del amante.


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