Fue sólo un instante


Fue sólo un instante, inesperado y fugaz. Caminaba yo con ese andar apresurado tan típico de los citadinos: como si siempre estuviésemos persiguiendo algo, o más bien, como si siempre hubiese algo de lo cual huir.
Nubes oscuras y deformes ensombrecen la mañana, como siempre; obesas de tanto tragar el humo pestilente de las fábricas. De vez en cuando, preñadas de tanto tóxico, dejaban caer ligeras lloviznas de gotas contaminadas con partículas de plomo desde el mismísimo vientre, igual que todos nuestros bebés.
Me atreví a mirar el tráfico de la avenida, a pesar de mi afán por llegar a la estación de bus y el riesgo de estrellarse contra el salvaje arroyo de peatones apresurados.
Eran los mismos autos y los mismos rostros, rostros coléricos que detrás de  cada parabrisas parecían entregados al juego de deletrear, silenciosa y exageradamente, maldiciones y groserías mientras hacían sonar la bocina en un frenesí rabioso.
Todos los días los mismos.
Todos los días lo mismo.
Lo único nuevo hoy, es el enorme camión escalera de la empresa de electricidad, que ocupaba una parte de la vía y toda la acera, obligando a los peatones a caminar por la avenida, apenas separados de los autos por un indolente cono de un naranja desteñido y cubierto de arañazos.
Del otro lado de la calle, el propietario de un pequeño bar, ahora cerrado, empujaba con indiferencia las porquerías que la noche había dejado sobre su acera, usando el chorro a presión de un compresor eléctrico. Su ruido se mezclaba con los enormes televisores de la panadería de la esquina, que escupían a todo volumen las mentiras y medias-verdades con las que lavan cada día nuestras mentes.
En ese momento, la presentadora informaba cómo los banqueros habían triplicado sus ganancias luego del enorme auxilio económico que les otorgó el gobierno, luego le dió la palabra a un experto economista que explicaba por qué era necesario reducir el salario mínimo, aumentar el número de horas de la jornada laboral y cancelar los auxilios a las familias de estratos bajos. La periodista cierra la intervención del experto preguntando al aire que por qué será que los pobres quieren todo regalado.
Fue entonces cuando ocurrió: un poderoso estallido retumbó por toda la calle, paralizando a los peatones, que buscaban con la mirada la fuente del evento. Los semáforos dejaron de funcionar,  y los conductores, sorprendidos en medio del monótono juego de acelerar y frenar cada veinte centímetros, olvidaron sacar a tiempo el embrague, generando una reacción en cadena de motores que se apagaban luego de un súbito sobresalto de protesta.
El dueño del bar miró sorprendido hacia la panadería cuando el agua a presión dejó de fluir, y comprobó que los televisores también se habían apagado.
Fue sólo un instante, pero en  ese momento todo quedó en perfecto silencio. Las nubes negras abrieron un agujero por el cual el sol, curioso, pudo atestiguar el extraño fenómeno. Y allí, en esa calma inesperada, bañados por la tibia luz, nos miramos por primera vez los unos a los otros, temerosos de hablar y romper la magia del momento.
Libres por un instante de las angustias cotidianas, nos preguntamos si tal vez era posible vivir de otra manera, si la escalofriante desigualdad entre ricos y pobres no es, después de todo, un mal necesario, si nuestras agotadoras rutinas no están impuestas desde arriba por una ley natural, y si, en fín, el ciclo eterno de explotación, abusos y tiranías dejaría de girar si simplemente los explotados dejásemos de empujarle.
En aquel instante bendito, bajo aquella cálida claridad, todo parecía posible. La solución se comenzaba a  formar en nuestras mentes, al principio borrosa, pero lentamente iba ganando forma.
Esperábamos anhelantes que la visión se resolviera en nuestras conciencias…
Con un golpe seco, los operarios restablecieron el contacto del fusible quemado. La electricidad regresó, y con ella, los semáforos y los televisores. Un chorro de agua a presión empapó la cara del dueño del bar, y todos los conductores encendieron al unísono sus motores.
Ví acercarse el autobús que me llevaría a la fábrica. Estaba repleto, pero si me apresuraba, quizá alcanzaría a viajar colgado de la puerta.
Fue sólo un instante, y mientras las nubes piadosamente ocultaron el cambio de escenario al sol, deseé, con una intensidad inexplicable, que hubiese durado sólo un poco más.      



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